Muy cerca de mi casa, de mi casa de la infancia, la casa de mi abuela,
había un bosque, todo el pueblo lo llamaba el monte del hospital, porque
entre los árboles hay un gran hospital, pero era un bosque, de árboles
muy grandes, muy viejos y también jóvenes de toda especie un bosque no
organizado por el hombre, un bosque salvaje caótico. Me encantaba ir
ahí. Mirarlos. Aprender a silbar imitando el canto de los pájaros. Y
mirarlos. Esos Árboles tienen en todo su cuerpo la memoria
de cientos de años o miles, testigos de mi primer beso, de tantos
rezos, de cuántas promesas y de muertes. Me gustaba mirarlos, como se
mira el mar o la corriente del rio, mirarlos con la humildad que se
siente ante lo inmenso, ante lo verdaderamente Divino. Mirarlos y tratar
de entender lo que me decían con el sonido y el movimiento de sus hojas
y ver, cómo lentamente, tan lentos como mi nona se levantaba de la
silla del patio, levantaban sus raíces del suelo y en esa hondura de
hierba de hiedra, empezaban a caminar. A caminar hacia mi y a abrazarme.
Me duele tanto el incendio de los bosques, que me dan ganas de llorar. marzo 2015 |